Cuando estaba en el colegio odiaba a mis profesores, me caían mal en su mayoría, contaba los días para terminar el año y para graduarme. Tengo, por supuesto, mucha gratitud y lindos recuerdos de mis profesoras de inglés y mi profesora de biología. Terminé el colegio y lo último que pensé en ese entonces era en convertirme en docente, volver a las aulas y trabajar con chicos.
Dicen que la manzana no cae muy lejos del árbol, después de años de voluntariados, de participar activamente en la promoción de los derechos de los adolescentes, del cuidado del medio ambiente, la identidad cultural, la paz mundial; cuando terminé la carrera universitaria y me gradué de abogada, me descubrí considerando la posibilidad de volver a estudiar, cambiar de carrera y dedicar mi vida a la educación. La manzana no cayó muy lejos porque tengo tías y primos docentes, y obviamente la mejor maestra, mi madre (porque lo dicen sus alumnos, no porque sea mi mamá).
En este largo recorrido para formarme como profesora e investigadora educativa, un pequeño trayecto en realidad, debo confesar que mi primer posgrado me abrió los ojos, la mente y el corazón hacia la realidad del ser docente. Las clases me movían tantos recuerdos que salía llorando, recordando a profesores, aprendizajes, momentos de mi niñez y adolescencia. – Gracias a los buenos, los malos, a los que no me comprendieron, y a quienes me contuvieron, gracias a todos mis maestros-. Lo más relevante es que aprendí sobre la formación docente, el desarrollo profesional y lo crucial que es crear políticas educativas enfocadas en ellos para la mejora de la calidad educativa y el desarrollo de los sistemas educativos a la par de la sociedad y el mercado.
Ser docente no es fácil, es una profesión que te reta día a día; te sientes incomprendido a veces por tus alumnos, muchas veces por los padres y en la mayoría de veces por las autoridades educativas, hasta que un estudiante demuestra que ha comprendido o hace algo por sí solo después de varios intentos, se llena el corazón y te da fuerza para volver a intentar.
Ser docente es ver el futuro de tus estudiantes sin importar en qué contexto te desarrolles; la universidad o el instituto donde te hayas formado no te enseñan eso es algo que adquieres en la práctica, lo sientes. El profesor guía, espera, escucha y piensa en cómo transformar el presente desesperanzador de un estudiante. Hay muchos días malos, imperfectos, que no se acaban nunca; son muchos más los días buenos, la retroalimentación positiva de los chicos y el impacto que causa un docente en el día a día.
Me angustia cuando la sociedad se pone totalmente en contra de los docentes. No defiendo a los agresores, solo pienso que la furia e impotencia que sienten las familias y los ciudadanos cuando se conocen noticias de abuso y de agresiones por parte de los profesores debe limitarse a esos casos; que deben medirse las palabras y cuidar el lenguaje que se utiliza en estas discusiones. Valga la aclaración, mi intención no es atentar a su libertad de expresión, simplemente se trata de que es realmente importante no generalizar al hablar de los docentes porque la construcción de la autoridad pedagógica, así como el respeto hacia los docentes y la escuela se ven afectados. No todos pueden llevarse el título del villano de novela, los malos elementos existen, pero no son todos.
Y no, ser docente no es convertirme en el enemigo de mi adolescencia, por lo contrario, es la oportunidad de hacer y ser una mejor versión del adulto en las aulas, del profesor que enseña, evalúa y disciplina.